miércoles, 22 de enero de 2014

Grupos trabajo 2ª Evaluación (1º Bach)

1.       Pablo Iglesias
Román Gamallo
K.D.Friedich
2.       Mª Domínguez
Mercedes Pérez
Rodin/C.Claudel
3.       Samuel Gª
Diego Rodríguez
L. Tolstoi
4.       María Janeiro
Pablo Castro
R. Varo
5.       Claudia Herrero
Selman Otero
Diego Ribera
6.       Inna Martínez
Marcos Xoubanova
Lord Byron
7.       Mario Varela
Miguel Montero
C. Dickens
8.       Laura Pino
Elena López
Goethe
9.       Clara Santiago
Claudia Varela
Frida Kahlo
10.    Jacobo Souto
Juan Sabín
Smetana
11.    Beatriz Agra
María Motrel
Ensor
12.    Rodrigo Romero
Diego García
Galdós
13.    María García
Teresa López
Nellie Campobello
14.     Carla Fuentes
Alejandra Piñeiro
Pita Amor
15.    A. Salgado,
Antonia V. Carlovitz, M. Utrera
S. Zweig

martes, 21 de enero de 2014

El imperialismo/colonialismo del siglo XIX


La aventura colonial

 PIEDRA DE TOQUE. Catorce naciones regalaron en 1885 un inmenso territorio al rey de los belgas, Leopoldo II. Congo vivió un horror comparable al Holocausto, sin que haya recaído sobre el monarca ninguna sanción moral

       Durante muchos siglos, la empresa colonial fue transparente: un país, aprovechándose de su fuerza, invadía a otro más débil, se apoderaba de él y lo saqueaba. Nadie ponía en cuestión semejante estado de cosas porque se trataba de algo que se venía practicando desde la noche de los tiempos y todos, colonizadores y colonizados, aceptaban o se resignaban a esta cruda realidad como a una fatalidad inevitable, consustancial a la historia.

        El descubrimiento y conquista de América por los europeos introduce una importante variante. Por primera vez y por razones religiosas el colonizador se interroga a sí mismo sobre la justicia de la empresa colonizadora y, en acalorados debates de juristas y teólogos, se arma de razones, humanas y divinas, para justificar sus conquistas. Desde entonces, sin dejar de ser lo que fue siempre, es decir, un acto de fuerza y de rapiña, la colonización se atribuye a sí misma una misión evangelizadora y civilizadora: desanimalizar a quienes viven en estado feral y humanizarlos gracias al cristianismo y a la cultura occidental que aquél inspira. Para que este objetivo tenga algún viso de realidad es imprescindible establecer como un hecho indiscutible, científico, que el colonizado carece de los conocimientos y luces indispensables para juzgar por sí mismo lo que más le conviene, pues se trata de un ser desvalido y primario cuyos intereses y conveniencias son mejor percibidos por la potencia que a partir de ahora ejercerá sobre él la tutela colonial, una forma de autoridad benévola.

        Sin embargo, en el siglo XIX, las empresas coloniales europeas en el África y el Asia olvidan casi este prurito de justificación religiosa y moral e invaden y ocupan territorios, que empiezan a explotar de inmediato, sin otra explicación que la necesidad de proveerse de materias primas, ampliar sus mercados o contrarrestar el crecimiento y poderío de los imperios rivales. Cuando Hitler, en Mi lucha, explica que en el programa del Partido Nacional Socialista figura en lugar prominente la adquisición, por las buenas o las malas, de colonias para instalar los excedentes demográficos del pueblo alemán, no hace más que poner sobre papel lo que casi todas las grandes potencias europeas habían venido haciendo, cierto que sin decirlo con tanta claridad, desde el siglo XV.

          La excepción era la pequeña Bélgica, país más bien reciente y, ay, sin colonias. Esta condición entristecía y desmoralizaba a su soberano, Leopoldo II, cuya energía, ambiciones y sobresaliente inteligencia desbordaban por los cuatro costados las fronteras del diminuto reino que le había asignado la Providencia. Entonces, él, sin amilanarse, se dio maña para conseguir mediante la astucia, la paciencia, la intriga y la diplomacia lo que los grandes países colonizadores habían logrado a través de los ejércitos y la matanza. Por increíble que parezca, Leopoldo II convirtió a Bélgica en una gran potencia colonial sin disparar un solo tiro.

           Para ello, primero, en un trabajo diligente y genial que le tomó muchos años, se fraguó una imagen de monarca humanitario, altruista, condolido por la suerte de los salvajes y paganos de este mundo, que sedujo a la opinión pública de Europa y de los Estados Unidos. Invirtiendo en ello el dinero de su reino y el suyo propio, fundó asociaciones benéficas y centros para combatir la esclavitud que hacía estragos en el África Occidental, costeó el viaje de misioneros a esas regiones bárbaras, impulsó investigaciones, estudios y publicaciones sobre las condiciones de vida de las tribus africanas que todavía practicaban el canibalismo y eran diezmadas por los traficantes árabes que, partiendo de la isla de Zanzíbar, practicaban la trata, y peroró sin tregua, en orquestadas manifestaciones públicas, exigiendo a las grandes potencias que intervinieran para poner fin a aquella lacra indigna que era el comercio de carne humana en los mares del mundo.

           La campaña dio el resultado que esperaba. En febrero de 1885, catorce naciones reunidas en Berlín, y encabezadas por Gran Bretaña, Francia, Alemania y los Estados Unidos, le regalaron a Leopoldo II, a través de la Asociación que él había creado para ello, todo el Congo, un inmenso territorio de más de un millón de millas cuadradas, es decir unas 80 veces el tamaño de Bélgica, para que "abriera ese territorio al comercio, aboliera la esclavitud y cristianizara a los salvajes". No había un solo africano presente en aquel Congreso y no hay un solo indicio de que alguien en Europa o Estados Unidos -político, periodista o intelectual- se preguntara siquiera si era aceptable que la suerte de ese inmenso país fuera decidida de este modo, por 14 naciones advenedizas, sin que un solo congolés hubiera sido siquiera consultado al respecto.

           Seguro de lo que iba a ocurrir en el Congreso de Berlín, Leopoldo II ya se había adelantado, desde un año antes, a operar en el territorio que de la noche a la mañana lo convirtió en el amo de un formidable imperio. Para ello había contratado al célebre explorador galés-norteamericano Henry Morton Stanley, el primer europeo en recorrer los varios miles de kilómetros del río Congo, desde sus nacientes, en el África Oriental, hasta su desembocadura en el Atlántico. En una expedición que es una mezcla de grotesca pantomima cínica y proeza etnológica y geográfica, entre 1884 y 1885, los expedicionarios enviados por Leopoldo II recorrieron buena parte del Alto y Medio Congo repartiendo cuentecillas de vidrios de colores y retazos de tela en 450 aldeas y villorrios africanos y haciendo "firmar" contratos -los llamaban "tratados"- en los que los caciques y jefes indígenas, que no tenían idea de lo que firmaban, cedían la propiedad de sus tierras a la Asociación Internacional del Congo, se comprometían a dar hombres para que trabajaran en las obras públicas que aquella institución emprendiera -caminos, depósitos, puentes, embarcaderos-, cargadores para transportar los bultos y materiales, a proveerla de brazos para la recolección del caucho y a alimentar a los peones, funcionarios y soldados y policías que vinieran a instalarse en sus dominios. De manera que cuando las grandes potencias le entregaron el Congo, Leopoldo II ya tenía en sus manos 450 "tratados" en los que los congoleses legitimaban mediante sus firmas aquella donación y le entregaban sus vidas y haciendas.

         A diferencia de otras colonizaciones, en que los invadidos resistieron de alguna forma al colonizador y le infligieron algunos daños, en el Congo prácticamente no hubo resistencia. Los congoleses no tuvieron tiempo ni posibilidades de resistir a un sistema que cayó sobre ellos -una miríada de culturas y pueblos desconectados entre sí- como una malla inflexible en la que perdieron, desde el principio, toda libertad de iniciativa y movimiento, y en el que fueron sometidos a una explotación inicua, las 24 horas del día, hasta su extinción. Los castigos, para los recolectores que no entregaban el mínimo exigido de látex, eran brutales. Iban desde los chicotazos hasta las mutilaciones de manos y pies -a las mujeres y a los niños primero, y luego a los propios trabajadores- hasta el exterminio de aldeas enteras, cuando se producían fugas masivas o aquellas comunidades no cumplían con la obligación de alimentar a sus verdugos como éstos esperaban. Hace un año que leo testimonios diversos -de misioneros, viajeros, aventureros o de los propios colonos- sobre estos años del Congo y todavía no me cabe en la cabeza que fuera posible una monstruosidad tan atroz, un genocidio en cámara lenta semejante, sin que el mundo llamado civilizado se diera por enterado. Cuando aparecen las primeras denuncias en Europa, por boca de pastores bautistas norteamericanos, hay una incredulidad general. Y los plumíferos alquilados por Leopoldo II actúan de inmediato en la prensa hundiendo en la ignominia a aquellos denunciantes y llevándolos ante los tribunales por calumnias.

           Durante un cuarto de siglo por lo menos el Congo fue desangrado, esquilmado y destruido en una de las operaciones más crueles que recuerde la historia, un horror sólo comparable al Holocausto. Pero, a diferencia de lo ocurrido con el exterminio de seis millones de judíos por el delirio racista y homicida de Hitler, ninguna sanción moral comparable a la que pesa sobre los nazis ha recaído sobre Leopoldo II y sus crímenes, al que muchos europeos, no sólo belgas, todavía recuerdan con nostalgia, como un estadista que, venciendo las limitaciones que la historia y la geografía impuso a su país, hizo de Bélgica por unos años un país imperial. La verdad es que detrás de la behetría y las violencias en que se debate todavía ese desdichado país se delinea la mortífera sombra de ese emperador que conquistó el Congo sin disparar un solo tiro y consiguió en menos de 20 años aniquilar a por lo menos 10 millones de sus súbditos africanos.

 © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2008. © Mario Vargas Llosa, 2008.

 PREGUNTAS SOBRE EL TEXTO:

1.      Resume este artículo (máximo: 10 líneas).

2.      Identifica al autor del texto y haz una pequeña semblanza de su vida y obra (8 líneas).
              Comenta la relación de Mario Vargas Llosa con el periodismo durante su vida.

3.      ¿Qué causas considera el autor determinantes para explicar la expansión colonial de las grandes potencias europeas durante el siglo XIX? Justifica tu respuesta.

4.       La última viñeta pertenece a un famosísimo cómic de Hergé, un autor belgA, que en los últimos años ha sido objeto de una agria polémica. Localiza dicho cómic y explica brevemente por qué puede resultar polémico (FIJATE EN LA VIÑETA…)

5.       Investiga cuál es la situación de la República Democrática del Congo en los últimos años (10 líneas).

6.       ¿Reconoces hechos, en la historia o en la actualidad, de manipulación de la opinión pública que generan amenazas a la convivencia en paz? Pon algún ejemplo y justifica su elección.

sábado, 18 de enero de 2014

1º Bach: El movimiento obrero (s. XIX)

A lo largo del siglo XIX se produjeron profundas transformaciones en las sociedades occidentales.


Los cambios políticos hicieron desaparecer definitivamente el Antiguo Régimen en buena parte de Europa (a excepción de España, sur de Italia, este de Europa, Rusia, etc.).

Él liberalismo político fue abriéndose paso y pronto los derechos y libertades comenzaron a ser la insignia de unas revoluciones que culminan en 1848.
Ese año, "primavera de los pueblos", Marx y Engels publican también El manifiesto comunista, y pronto descubrirán que la antigua alianza entre burguesía y proletariado (urbano-industrial y rural) se ha convertido en una profunda brecha entre los que poseen y una amplia mayoría desheredada. Esas revoluciones de mitad de siglo constituyen las últimas revoluciones "interclasistas". Definitivamente el "tercer estado" se ha fragmentado y ya nunca volverán a empuñar juntos las armas burgueses y proletariado. Definitivamente la sociedad estamental ha dado lugar a una nueva sociedad de clases, donde la burguesía también muy dividida entre baja (pequeños comerciantes y profesionales urbanos), media (profesiones liberales como médicos, abogados, etc.) y la alta burguesía (grandes terratenientes, industriales, banqueros...) se irán aproximando a una nobleza residual que buscará incondicionalmente alianzas y apoyos estratégicos.

También 1848 marca el final del "socialismo utópico" y el comienzo del llamado "socialismo científico", auspiciado por el marxismo y otras escuelas filosóficas que sacarán conclusiones parecidas a Marx y Engels en otros campos de la ciencia, por ejemplo, los llamados filósofos de la sospecha.




A partir de 1848 es cuando podemos comenzar a hablar verdaderamente de reivindicaciones democráticas, de lucha por los derechos y libertades para todos plasmados en constituciones escritas y, sobre todo, el derecho a decidir por parte de todos...y TODAS las ciudadanas (sufragio universal).

En paralelo, incluso antes que las reivindicaciones políticas, también los derechos laborales. Las dos revoluciones industriales aceleran los cambios y transforman profundamente la fisonomía de las grandes capitales del mundo.

Del ludismo y del primer cartismo (los famosos Trade Unions ingleses de los años 20) a los primeros grandes sindicatos unificados y partidos políticos de izquierda con estructura federal en Inglaterra, Francia, Bélgica, Italia, España, Alemania, etc. en las décadas de los 70 y 80 (SPD alemán: 1875; PSOE español: 1879...)

Esa es también la historia de las Internacionales Obreras: los obreros del mundo se unen y re-unen en federaciones internacionales para luchar contra la burguesía y el capitalismo en un frente común: son las luchas obreras, los "proletarios del mundo" unidos en torno a una Internacional obrera:


 

Y así, entraríamos ya en el siglo XX con la ruptura de la II Internacional Obrera, con la III Internacional Comunista (ya convocada en la URSS, etc.) y nuestro sindicalismo actual y las reivindicaciones y movimientos actuales...pero eso ya es otra historia...